Otro catalán que se le atraganta a la CUP

Català i espanyol, aquest sí que va millorar la vida de molta gent.

Gabriel de Avilés nació en Vic en 1735 que sirvió a España en América y llegó a ser virrey del Perú. Algo que para los fanáticos nacionalistas está muy feo, pues si salir de Osona ya es pecado, hacerlo para servir al rey de España es el horror absoluto. Por eso la CUP propuso y consiguió quitarle el título de vigatà il·lustre en 2016.

Pero ahora un historiador de verdad (no un productor de panfletos o un iluminado como los que abundan en el Institut de Nova Història), Alberto Martín-Lanuza, reivindica la figura de este vigatà il·lustre, por mucho que se les atragante a los de la CUP.

¿Que fue duro en la represión de la revuelta de Túpac Amaru II? Pues claro, aquello no era una acampada cupera ni una mani separata. Ejecutó a rebeldes; obvio… lo mismo que hacía Tupac Amaru II con quienes caían en sus manos.

¡Ah! Y siendo virrey del Perú fue muy estricto con los corregidores españoles que solo buscaban enriquecerse.  Y «en 1787 (cuando era gobernador militar de la fortaleza del Perú) suprimió varias unidades del ejército por su falta de utilidad. Algo que disminuyó la presión sobre la región. Otro tanto ocurrió cuando fue nombrado capitán general de Chile. «Durante su gobierno realizó una labor progresista y ordenada, cuidando de que los indios no fuesen agraviados ni explotados. Aumentó la defensa de las costas y combatió los abusos que se hacían a las milicias»».

Vaya, que Gabriel de Avilés hizo más por el bienestar de la gente que todo lo que van a hacer los de la CUP en su vida.

Si al final será todo cuestión de envidia e ignorancia.

Dolça i vigatana Catalunya…



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19 comentarios

  1. A Gabriel de Avilés este necesitamos que vuelva y que empiece a poner orden en su tierra, sobretodo en Vic.

    A sus pies, Gabriel de Avilés.

  2. Vaya hombre , que la han tomado con el Torra, pues no va el pobre y humilde hombre «de pau» y se presenta en el auditorio de Barcelona y lo vuelven abuchear.😂😂😂😂.

  3. A ver si dejamos de pensar en los iberoamericanos como unos españoles de otros continentes. los que van a la escuela, el instituto o la universidad son educados en el odio sistemático a lo español, nos hacen culpables de todos los fracasos sin que parece ser que tengan nada que ver las élites criollas masonas y vendidas a los intereses franceses e ingleses, después a los yanquis y hasta a los soviéticos. si Bolivar es su héroe, que se lo queden, pero que no vengan a instalarse aquí. Si Tupac Amaru y Tomás Catari, exterminadores de españoles, criollos, mestizos y hasta indios pacíficos y católicos, son sus héroes, que se queden a morirse de hambre en el altiplano desde Ecuador hasta los Andes argentinos, pero que no vengan a vivir de las ayudas sociales y a que mantengamos a sus mujeres promiscuas para cobrar como madres solteras y sus camadas de pequeños quechuas o aymaras cobrizos. a ver si aprendemos a tratar con reciprocidad y no ser tan quijotescos

    • Allí hay de los dos tipos, iberoamericanos resentidos empapados de leyenda negra y otros muchos muy encantadores que nos miran con aprecio y simpatía. Y aquí también hay de los dos tipos, y muchos de los que vinieron tienen mayor nivel educativo que mucha gente de aquí y sin duda modales mucho más dulces.

    • Conozco algunos latinoamericanos que aman España de verdad y son leales y gentes de bien.

      Lo que si debería hacer España es potenciar nuestra relación con Latinoamérica, en vez de hacer de peones de la OTAN en Estonia o Lituania.

      Por mucho que me hablen de la UE siempre me he considerado más cercano de un peruano, de una mexicana, de un venezolano o de una puertorriqueña que de un letón, un danés, un belga o alemán.
      A mamarla, es la p. verdad!

  4. Vidal-Quadras anima a abuchear masivamente a Joaquín Torra

  5. Muy interesante el artícvlo y el libro será una excelente lectura dolça. En Tractoria estas cosas no interesan, porque no alcanzan al raciocinio del catalucinado medio. Para un separatista, todo comienzay acaba entre la tribu y terruño. Si para uno de Osona otro de la Cerdaña es un extraño al que vigilar, por muy sepseparatista que ambos sean, ¿qué será hablarles de los virreinatos de Hispanoamérica? Si para un catalufo la historia nace en la Plaza de San Jaime de Barcelona, desde el despacho del Amado Líder de este Turno.

  6. https://www.laopinion.es/opinion/2015/08/03/crimenes-olvidados-simon-bolivar/621350.html

    Recientemente, el catedrático de Historia de América, profesor de la ULL, el tinerfeñoManuel Hernández González, ha publicado el libroLa guerra a muerte. Simón Bolívar. La campaña admirable 1813-1815 (2015), de Ediciones Idea. En este ensayo recupera aquel Decreto de Guerra a Muerte emitido por Bolívar en la ciudad de Trujillo, en los Andes colombianos, el 15 de junio de 1813, por el que son ejecutados más de dos mil españoles de los cuales 1.600 eran canarios, sólo por el hecho de haber nacido al otro lado del Atlántico. El Libertador advertía a los españoles peninsulares y canarios (que expresamente diferenciaba) en los siguientes términos: «Contad con la vida si apoyáis la independencia; contad con la muerte si sois indiferentes».Hernández afirma en su libro que Bolívar llevó a cabo esta política sistemática de ejecución de españoles peninsulares y canarios en actos públicos allí por donde pasaba, y que Bolívar provocó una»limpieza étnica» que acabó con la vida de ¡un tercio de la población venezolana!, en su mayoría inmigrantes, cuando ni españoles peninsulares ni canarios eran sus enemigos. Por el contrario, aquellos españoles peninsulares e isleños suponían un pilar fundamental para la economía de Venezuela y de toda la América española, y por tanto para el progreso y bienestar de sus habitantes.

    Ya hubo un primer Proyecto de guerra a muerte que dictó Antonio Nicolás Briceño el 16 de enero de 1813, suscrito por Bolívar. Dice Pablo Victoria al respecto que aquel documento cambiaría la cara de la guerra para siempre, dado que hasta entonces, en los escenarios bélicos de Europa y América se había respetado la vida de los prisioneros y la de los no combatientes en la inmensa mayoría de las ocasiones. Este documento «no era más que un desconocimiento [desprecio] del derecho de gentes que buscaba eliminar al contendor mediante una política de exterminio». Decía uno de los artículos: «Como esta guerra se dirige en su primer y principal fin a destruir en Venezuela la raza maldita de los españoles europeos€ quedan, por consiguiente, excluidos de ser admitidos en la expedición por patriotas y buenos que parezcan, puesto que no debe quedar ni uno solo vivo». Más muestras de la atrocidad del documento firmado por Bolívar. El artículo noveno premia la barbarie de la soldadesca con ascensos inmediatos: «el soldado que presentare veinte cabezas de dichos españoles», sería ascendido a alférez; «el que presentare veinte, a teniente; el que cincuenta a capitán». ¿Eran estos «patriotas» soldados o bandoleros?

    La historiografía tradicional, en su mayor parte, pasa por alto este execrable capítulo protagonizado por Bolívar. Un capítulo documentado que se ha ignorado por la mayoría de historiadores hispanoamericanos para cuidar la imagen de un genocida que asesinó a más de dos mil españoles indefensos, innecesariamente, dado que no fueron muertos en batalla.

    Las llamadas guerras de emancipación o de independencia de las provincias de la América española fueron sin duda unagran y larga guerra civil, cuyos bandos independentistas lideraron ricos criollos con un afán desmedido de poder, en contra de los verdaderos intereses de la población hispanoamericana, de forma muy especial en contra de la voluntad de las clases pobres y de los indígenas, que en su inmensa mayoría lucharon junto a los leales al rey, negándose a hacerlo con los criollos rebeldes, principales usurpadores de sus derechos. Y así lo afirma el escritor, periodista y diplomático caraqueño Carlos Rangel, uno de los más destacados intelectuales de la Venezuela del siglo XX, en su libro Del buen salvaje al buen revolucionario (1976): «En su origen, el movimiento independentista de 1810 tuvo una ambigüedad que sólo mucho más tarde ha llegado a ser parcialmente reconocida. Las ambiciones de los criollos ricos (o simplemente cultos) se vieron de pronto estimuladas por los sucesos de Europa, donde Napoleón había derrocado la monarquía borbónica española y puesto a su hermano José en el trono de Madrid.

    A la vez la mayoría de los criollos eran conservadores y prudentes, y temían la guerra social. Sólo unos pocos estaban inflamados sinceramente por las ideas republicanas norteamericanas y hasta por las ideas jacobinas francesas [€].

    Pero estaban también presentes (y eran muchos más numerosos) blancos pobres y una masa de indios, negros y pardos (mulatos) que no preveían, ni unos ni otros, ninguna ventaja en la independencia, y para quienes la fidelidad al rey y las exhortaciones de la Iglesia eran motivaciones eficientes [€].

    Muy pocos españoles peninsulares [se refiere a los no nacidos en la América española, por lo tanto también los canarios] tomaron parte en los combates; pero pasaron cien años antes de que nadie se atreviera a decir lo que todo el mundo sabía desde el principio: que en su esencia aquellas contiendas fueron guerras civiles entre hispanoamericanos». Indica Rangel a pie de página que fue el venezolano Laureano Vallenilla Lanz quien hizo esta afirmación por primera vez, en una conferencia pronunciada en Caracas en 1911, y recogida en el ensayo «Fue una guerra civil», parte del libro Cesarismo democrático (1920).

    Fue aquel Libertador de ninguna causa falta de libertad protagonista de muchos desmanes en aquellas mal llamadas guerras de emancipación, del que escribió Karl Marx (que no es santo de mi devoción, ni mucho menos) en una conocida carta dirigida a Engels, fechada el 14 de febrero de 1858, ser el «canalla más cobarde, brutal y miserable. Bolívar es el verdadero Soulouque». Añadiendo: «La fuerza creadora de los mitos, característica de la fantasía popular, en todas las épocas ha probado su eficacia inventando grandes hombres. El ejemplo más notable de este tipo es, sin duda, el de Simón Bolívar».Ahora son los «iluminados» -como lo fue Hugo Chávez-, Nicolás Maduro (reconocido analfabeto funcional),Evo Morales y Rafael Correa, los que en un aquelarre ideológico levantan el puño marxista -¡qué ironía!-enarbolando la figura de Bolívar.

    Al término de lasmal llamadas guerras de emancipación, afirma Manuel Hernández,»la economía, las haciendas, las plantaciones fueron destruidas». Había que empezar de cero. El propio Bolívar dijo: «Lo hemos perdido todo, lo único que hemos ganado ha sido la independencia». Y de los polvos de aquellas guerras civiles entre hispanoamericanos, llegó luego el desconcierto de más guerras civiles y regímenes tiránicos como el que actualmente sufre Venezuela, además del caos de las guerrillas guatemaltecas, salvadoreñas, colombianas, entre otras; los cárteles del narcotráfico que han subyugado a naciones enteras; y, en fin, una suerte de circunstancias sociales agravadas por tiranos como Maduro o Morales, que lejos de sembrar paz y seguridad jurídica que acerque inversiones extranjeras, las espantan con políticas de medievales señores feudales, que además enfrentan a sus pueblos. ¿Hasta cuándo sufrirán aquellos pueblos de la América española a los Maduro, Morales, Correa, Kirchner y Castro? ¿Hasta cuándo la siembre envenenada de aquellos criollos que traicionaron a España seguirá dando tan mala hierba?

    Siempre he creído, y lo sigo haciendo, en el abrazo entre españoles e hispanoamericanos, porque nos uneidioma, historia, cultura y religión (en una gran mayoría), con todos los matices que enriquecen ese abrazo. No obstante, justo es dar a conocer este capítulo criminal del llamado Libertador, porque se merecen ser recordados aquellos españoles que fueron asesinados tan cruelmente, así como repudiado su verdugo. Quiero pensar que, sólo fruto de la ignorancia de estos hechos, muchas calles y plazas canarias (y en muchos pueblos del resto de España)llevan el nombre de Simón Bolívar,el asesino de más de dos mil españoles, de los cuales 1.600 fueron canarios;ejecutados por el mero hecho de no ser nacidos en tierras americanas, a las que habían ido a trabajar y, de forma determinante, a enriquecerlas. Por ellos van estas letras.

    • Gracias Xarnego. Muy interesante, quizá ha llegado el momento de hablar abiertamente de la Historia de España, sin complejos y contestar a los que siguen utilizando interesadamente como entonces La Leyenda Negra.

    • Bueno…¿qué podemos esperar de una guerra…? Los actos caballerescos quedan para las pelis…en una guerra aflora lo peor del ser humano…nuestros más bajos instintos y pulsiones…
      (Hay fotos de Annual que hablan por sí solas de la crueldad de moros y españoles)…

      Y el genio aragonés de GOYA ya lo plasmó soberbiamente con su paleta…

      Como dijo Anguita cuando perdió a su hijo: «malditas sean las Guerras y los canallas que las apoyan».
      Y como dijo el político galo: » el nacionalismo es la guerra»…

  7. http://hahr-online.com/la-guerra-de-independencia-fue-una-guerra-de-exterminio/
    HAHR-Online
    ¿La guerra de Independencia fue una guerra de exterminio?
    April 15, 2014 by Carlos Balladares | 0 Comments

    Imagen de la bandera de la guerra a muerte.

    El 15 de junio de 1813 Simón Bolívar dicta en la ciudad de Trujillo su famosísima proclama de Guerra a muerte. Desde ese entonces (realmente desde que los textos escolares sostienen el culto a su persona) todos los venezolanos hemos aprendido aquella frase que dice: «Españoles y Canarios, contad con la muerte, aun siendo indiferentes, si no obráis activamente en obsequio de la libertad de América. Americanos, contad con la vida, aun cuando seáis culpables.» ¿Qué se puede decir que ya no se haya dicho antes en torno a esta decisión? ¿Es Bolívar, por esta proclama, el culpable de la guerra de exterminio durante 7 años? No es fácil, ante estos momentos fundamentales de la historia, cumplir con la premisa de Marc Bloch sobre el comprender y no juzgar el pasado, pero debemos intentarlo.

    La inmensa mayoría de las biografías sobre Bolívar (que simpatizan con su papel en la historia) la explican como una respuesta basada en la cruel tradición hispana. A los rebeldes no se les trataba de otra manera. Y el Libertador buscó, además, lograr consolidar la diferenciación de identidades: españoles versus americanos. En pocas palabras: los republicanos hicieron este tipo de guerra para defenderse. Pero ¿Acaso los rebeldes no eran los republicanos, los cuales se estaban oponiendo a una sociedad que permitía estas drásticas soluciones, este orden nada humano? ¿No son los republicanos, Bolívar el que más, hijos de la “humanista” Ilustración? Los historiadores bolivarianos (lo digo en sentido de la defensa de su figura, no en el sentido político-partidista actual) insisten en señalar que no quedaba otra opción; y rechazan las acusaciones de genocidio o guerra de exterminio, aunque eso fue lo que ocurrió de bando y bando. No me gustan los contrafácticos pero Miranda no se atrevió a realizar tal llamamiento cuando la Primera República estuvo en sus peores momentos, quizás tuvo siempre presente las consecuencia del “Terror jacobino”.

    Al final, la proclama no logró sus objetivos. La crueldad en la defensa de la causa republicano no engendró en el bando realista un cambio de actitud (“obrar activamente en obsequio de la libertad de América”); y los americanos (a los que supuestamente no se juzgó por ser realistas) no abrazaron las banderas independentistas, al contrario: respondieron con mayor virulencia dirigidos por el caudillo Boves. La consecuencia real fue fortalecer la característica genocida de nuestra guerra de Independencia, una destrucción inimaginable, y un inmenso odio a la causa que pretendía defender el documento en cuestión. La Independencia comenzará a triunfar, más adelante, por otros motivos; aunque entre ellos debemos contar el gradual abandono de la política que hoy celebramos su bicentenario.

    Un último aspecto, para concluir, considero debe ser meditado por la sociedad e investigado por los científicos sociales: ¿Cuál ha sido la consecuencia de la proclama de Guerra a Muerte en la mentalidad política veenzolana? La guerra de Independencia se inició en 1810 pero duró hasta principios del siglo XX, siendo el siglo XIX una guerra de exterminio político de menor intensidad. Pero pensemos: ¿la justificación de esta proclama, entre otros aspectos, no ha generado un modo existencialista de entender la política? Si esto es cierto, cumplimos de alguna forma: 200 años de guerra a muerte.

  8. A. Dirk Moses, ed. Imperio, Colonia, Genocidio: conquista, ocupación y resistencia subalterna en la historia mundial. Serie de Guerra y Genocidio. Oxford: Berghahn Books , 2008. 480 pp. $ 95.00 (tela), ISBN 978-1-84545-452-4.

    Revisado por Marc Becker (Universidad Estatal de Truman)
    Publicado en H-LatAm (octubre de 2012)
    Encargado por Dennis R. Hidalgo (Virginia Tech)
    Genocidio

    «Genocidio» es un término relativamente nuevo. El abogado judeo-polaco Raphael Lemkin acuñó la palabra en 1944 en el contexto del Holocausto, y procedió a hacer campaña para su criminalización bajo el derecho internacional. Lemkin conceptualizó el genocidio como una «práctica social total» que incorporaba una amplia gama de factores que afectaban a todos los aspectos de la vida humana. Escribiendo bajo el contexto de la dominación nazi, Lemkin señaló ocho técnicas diferentes que los violadores usaban para subyugar a una población dominada. Estos se extendieron a través de factores políticos, sociales, culturales, económicos, biológicos, físicos, religiosos y morales. Lemkin se dio cuenta de un éxito parcial con su campaña cuando las Naciones Unidas aprobaron la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio en 1948, pero estaba decepcionado de que el organismo internacional adoptara una definición más restringida de lo que hubiera preferido. Lemkin no solo se basó en el contexto inmediato de la Segunda Guerra Mundial para entender el genocidio, sino que también lo enmarcó en el contexto de una larga historia de colonización y escritos anticoloniales. Pasó el resto de su vida trabajando en un libro que explora las raíces históricas del genocidio, pero murió en 1959 sin poder publicar su obra.

    Podría parecer que un libro sobre el genocidio se involucraría en poco más que establecer argumentos de paja para derribar, y que un libro que alcanza casi quinientas páginas sería innecesariamente redundante. Después de todo, ¿dónde vamos a encontrar un defensor del genocidio para equilibrar nuestro «prejuicio» genocida a fin de asegurar a los legisladores que ambos lados de cada tema se presentan de manera justa y objetiva en el aula? Sin embargo, en el prefacio de esta colección, el editor A. Dirk Moses señala que los diecinueve capítulos del volumen solo comienzan a rayar la superficie de los estudios de genocidio. Él lo identifica como un campo nuevo y poco estudiado, y no afirma ser comprehensivo. De hecho, la conferencia de 2003 sobre el genocidio y el colonialismo en la Universidad de Sydney en la que se basa el libro aparentemente fue la primera realizada sobre el tema.

    La cuestión de si la expansión colonial e imperial europea que comenzó hace más de quinientos años era intrínsecamente genocida y criminal alimenta las discusiones en este volumen. Principalmente abordando el tema desde una perspectiva histórica, los autores preguntan si el término «genocidio» podría usarse para comprender la devastación de la colonización. A raíz del quinto centenario de 1992 del viaje de Cristóbal Colón a través del Atlántico que cambió notablemente los debates sobre el tema, esto podría parecer una pregunta innecesariamente retórica o polémica. En el mejor de los casos, por supuesto, sabemos que Columbus (ya sea intencionalmente o no) lanzó uno de los peores genocidios en la historia de la humanidad. En el peor de los casos, estos debates conducen a una discusión poco útil sobre los estudios de victimización cargados de culpa. Volumen de Moisés Imperio, Colonia, Genocidiono cae en ninguna de esas trampas De hecho, gran parte del material de este libro es reflexivo y estimulante, particularmente para aquellos con intereses académicos o políticos en el imperialismo y la colonización.

    Apropiadamente, los ejemplos más notorios de genocidio (el Holocausto de 1940 en Alemania, los asesinatos de armenios en Turquía a principios de siglo o Ruanda en 1994) no son un tema central de este volumen. En cambio, los autores tratan de desafiar y ampliar las nociones y conceptos comúnmente aceptados de genocidio. Si el libro tiene un enfoque particular, se trata del colonialismo de los colonos en Australia, que es de esperar, dado que este es el hogar del editor. Más allá de eso, hay una serie de estudios de casos de todo el mundo, incluidos ejemplos históricos de Camboya, Canadá, Namibia controlada por Alemania y Tanzania en África, Rusia e Indonesia. Particularmente en una sección introductoria de ensayos conceptuales, los autores recurren repetidamente a las Américas para comprender la historia del imperialismo, el colonialismo y el genocidio.

    Los autores de esta colección debaten si el genocidio es un proceso más que un evento que puede analizarse a través de un marco comparativo. ¿Es el genocidio una aberración, o es parte de patrones estructurales más amplios? Si se trata de una aberración, ¿debería juzgarse contra un estándar normativo de las democracias liberales occidentales, que plantea los peligros de las interpretaciones etnocéntricas? Por su parte, Lemkin conceptualizó el genocidio como un proceso en dos etapas, con el primero borrando la cultura de un grupo subordinado y el segundo que lo reemplazó con el de una cultura dominante. La asimilación de Lemkin no era inherentemente genocida, sino que requería el uso de violencia física o estructural y la intención de destruir toda una cultura.

    En un ensayo provocativo que presenta el colonialismo de los colonos como una estructura más que como un evento, Patrick Wolfe establece una distinción clave entre el genocidio y el asesinato masivo. Aunque obviamente no todos los asesinatos en masa son genocidio, Wolfe sigue la amplia definición de genocidio de Lemkin para argumentar que la asimilación de las poblaciones colonizadas en la cultura dominante es una forma de genocidio cultural, incluso si no resulta en asesinato. Por el contrario, Blanca Tovias examina los intentos del gobierno canadiense para erradicar la Danza del Sol de entre los Blackfoot para preguntar si el genocidio requiere violencia, y si la asimilación no violenta se puede interpretar justificadamente como tal. Ella advierte contra la aplicación del concepto de manera demasiado amplia. Por el contrario, en un examen de la política alemana en África,

    Este libro también plantea la pregunta de si las aventuras imperiales están justificadas alguna vez. En América Latina, este tema quizás se conceptualice mejor como parte de los debates de larga data sobre las acciones de Bartolomé de las Casas. Por un lado, Las Casas intentó proteger la supervivencia de una población subalterna amenazada. Por otro lado, sin embargo, siguió comprometido con la conversión religiosa de los habitantes aborígenes en las Américas. Tales justificaciones teológicas para la conquista caerían en la amplia conceptualización del genocidio de Lemkin. Sin embargo, Lemkin abrazó los impulsos humanitarios de Las Casas como una contribución positiva que se extendió más allá de los valores de su tiempo. Estas categorías complicadas y conflictivas son parte de lo que hace que sea tan difícil llegar a un consenso sobre los significados del genocidio,

    Un último tema que plantea el libro es el del «genocidio subalterno» que puede resultar en una guerra racial contra una clase opresiva, tal vez más notablemente como lo que sucedió en la revolución haitiana cuando los antiguos esclavos africanos exterminaron la clase de plantadores franceses. En comentarios reflexivos en la introducción del volumen, Moisés recurre a Frantz Fanon para establecer una distinción entre matanzas de venganza y luchas liberadoras. Un peligro es el surgimiento de una nueva burguesía nacional a partir de una antigua situación colonial que explota las divisiones raciales para afianzar su posición privilegiada en el poder. En cambio, Moisés señala la necesidad de trascender la raza y reconocer que el estado racial o étnico de una persona no necesariamente determina una posición política.

    El libro incluye dos estudios de caso detallados de genocidio subalterno, uno de Eurasia en Indonesia en la década de 1940 y el otro en el levantamiento Tupac Amaru de 1780. En un ensayo absolutamente fascinante, David Cahill desafía lo que se han convertido en interpretaciones estándar de la rebelión colonial tardía. Muchos estudiosos, por un lado, han argumentado durante mucho tiempo que el levantamiento panandino adquirió características de una guerra racial cuando en 1781 su foco se desplazó hacia el sur hacia los cataristas en La Paz. Cahill, por otro lado, aboga por un cambio más fundamental en la estrategia de Tupac Amaru en medio del fallido asedio de Cuzco en enero de 1781. Inicialmente, el movimiento dependía del apoyo y los recursos criollos de élite, pero una división en las tropas llevó a Tupac Amaru a enfrentarse a sus antiguos aliados criollos y mestizos a los que ahora acusaba de traición. En lo que Cahill denomina una transformación abrupta y radical de una alianza multiétnica a una guerra genocida de castas, el movimiento perdió sus orientaciones ideológicas anteriores y se convirtió en xenófobo, nativista, vengativo, violento, iconoclasta y posiblemente genocida. Los decretos anteriores de Tupac Amaru para matar a todos los españoles peninsulares ahora se extendieron a todos los criollos y mestizos, incluidos hombres, mujeres y niños, lo que resultó en una guerra total contra una población civil. Mientras Cahill reconoce que la violencia indiscriminada se alimentó de siglos de opresión colonial que engendraron odios raciales, en lugar de excusar las violaciones como excesos lamentables, responsabiliza directamente del genocidio a un líder carismático que implementó intencionalmente un cambio en la política de venganza racial que condujo tales acciones.

    Si Cahill es acertado en su evaluación de un cambio en la política de Tupac Amaru, sus argumentos cuestionan lo que creemos que sabemos sobre la justificación y legitimidad de su levantamiento, así como las declaraciones y acciones de su esposa mucho más radical y su segundo al mando. Micaela Bastidas. Incluso para aquellos de nosotros que inherentemente apoyamos las acciones subalternas podemos comenzar a reconocer que el deseo español de detener la insurrección tal vez fue motivado tanto por preocupaciones humanitarias para detener una campaña de genocidio como un deseo político de reafirmar la hegemonía colonial. Al igual que con los hutus y los tutsis en la masacre de Ruanda de 1994, una vez que pasamos de una guerra de clases al odio racial, empiezan a desdibujarse las categorías de quiénes son las víctimas y quiénes queremos apoyar.

  9. Espero que pase porque es una reseña de un interesante libro en el que se habla de la rebelión de Tupac Amaru, he leído el libro y merece la pena buscar en Library Genesis si no te llega el presupuesto o no lo tienen en la biblioteca donde puedes pedirlo en préstamo

    A. Dirk Moses, ed. Empire, Colony, Genocide: Conquest, Occupation, and Subaltern Resistance in World History. War and Genocide Series. Oxford: Berghahn Books, 2008. 480 pp. $95.00 (cloth), ISBN 978-1-84545-452-4.

    Reviewed by Marc Becker (Truman State University)
    Published on H-LatAm (October, 2012)
    Commissioned by Dennis R. Hidalgo (Virginia Tech)
    Genocide

    “Genocide” is a relatively new term. The Polish-Jewish lawyer Raphael Lemkin coined the word in 1944 in the context of the Holocaust, and proceeded to campaign for its criminalization under international law. Lemkin conceptualized genocide as a “total social practice” that incorporated a broad range of factors that affected all aspects of human life. Writing under the context of Nazi rule, Lemkin pointed to eight different techniques that violators used to subjugate a dominated population. These ranged through political, social, cultural, economic, biological, physical, religious, and moral factors. Lemkin realized a partial success with his campaign when the United Nations passed the Convention on the Prevention and Punishment of the Crime of Genocide in 1948, but he was disappointed that the international body adopted a more narrow definition than what he would have preferred. Lemkin not only drew on the immediate context of the Second World War to understand genocide, but also framed it in the context of a long history of colonization and anticolonial writings. He spent the rest of his life working on a book exploring the historical roots of genocide, but died in 1959 without being able to publish his work.

    It might seem that a book on genocide would engage in little more than setting up straw arguments to knock down, and that a book that reaches almost five hundred pages would be unnecessarily redundant. After all, where are we going to find a defender of genocide to balance out our anti-genocidal “bias” in order to assure lawmakers that both sides of every issue are fairly and objectively presented in the classroom? Nevertheless, in the preface to this collection, editor A. Dirk Moses notes that the volume’s nineteen chapters only begin to scratch the surface of genocide studies. He identifies it as a new and understudied field, and makes no claim to comprehensiveness. In fact, the 2003 conference on genocide and colonialism at the University of Sydney on which the book is based was apparently the first held on the topic.

    The question of whether European colonial and imperial expansion beginning more than five hundred years ago were inherently genocidal and criminal fuel the discussions in this volume. Primarily approaching the issue from a historical perspective, the authors ask whether the term “genocide” could be used to understand the devastation of colonization. In the aftermath of the 1992 quincentennial of Christopher Columbus’s voyage across the Atlantic that notably shifted debates on the topic, this might seem to be an unnecessarily rhetorical or polemical question. At best, of course we know that Columbus (whether intentionally or not) launched one of the worst genocides in human history. At worse, these debates lead to a less than helpful discussion of guilt-ridden victimization studies. Moses’s volume Empire, Colony, Genocide does not fall into any of those traps. In fact, much of the material in this book is thoughtful and thought provoking, particularly for those with academic or political interests in imperialism and colonization.

    Appropriately, the most notorious examples of genocide (the 1940s Holocaust in Germany, the killings of Armenians in Turkey earlier in the century, or Rwanda in 1994) are not a central focus of this volume. Instead, the authors seek to challenge and expand on commonly accepted notions and concepts of genocide. If the book has a particular focus, it is on settler colonialism in Australia, which is perhaps to be expected given that this is the home of the editor. Beyond that, a series of case studies draw from around the world, including historical examples from Cambodia, Canada, German-controlled Namibia and Tanzania in Africa, Russia, and Indonesia. Particularly in an introductory section of conceptual essays, the authors repeatedly turn to the Americas to understand the history of imperialism, colonialism, and genocide, and many other issues can fruitfully be applied to the study of this region of the world.

    The authors in this collection debate whether genocide is a process rather than an event that can be analyzed through a comparative framework. Is genocide an aberration, or is it part of broader structural patterns? If it is an aberration, should it be judged against a normative standard of Western liberal democracies, which raises the dangers of ethnocentric interpretations? For his part, Lemkin conceptualized genocide as a two-stage process, with the first erasing the culture of a subordinate group and a second that replaced it with that of a dominate culture. Assimilation for Lemkin was not inherently genocidal, but required the use of physical or structural violence and the intent to destroy an entire culture.

    In a provocative essay that presents settler colonialism as a structure rather than as an event, Patrick Wolfe draws a key distinction between genocide and mass murder. While obviously not all mass murders are genocide, Wolfe follows Lemkin’s broad definition of genocide to argue that assimilation of colonized populations into the dominate culture is a form of cultural genocide even if it does not result in murder. In contrast, Blanca Tovias examines Canadian governmental attempts to eradicate the Sun Dance from among the Blackfoot to ask whether genocide requires violence, and whether nonviolent assimilation can be justifiably interpreted as such. She cautions against applying the concept too broadly. In contrast, in an examination of German policy in Africa, Dominik Schaller unquestionably concludes that colonialism by its very nature requires physical or structural violence and is therefore inherently genocidal.

    This book also raises the question of whether imperial adventures are ever justified. In Latin America, this issue is perhaps best conceptualized as part of the long-running debates over the actions of Bartolomé de las Casas. On the one hand, Las Casas did attempt to protect the survival of a threatened subaltern population. On the other, however, he remained committed to the religious conversion of the aboriginal inhabitants in the Americas. Such theological justifications for conquest would fall into Lemkin’s broad conceptualization of genocide. Nevertheless, Lemkin embraced Las Casas’s humanitarian impulses as a positive contribution that extended beyond the values of his time. Such complicated and conflictive categories are part of what makes it so difficult to reach a consensus on the meanings of genocide, with varying authors arguing for broader and narrower characterizations.

    A final theme that the book raises is that of “subaltern genocide” that can result in a race war against an oppressive class, perhaps most notably as what happened in the Haitian revolution when former African slaves exterminated the French planter class. In thoughtful comments in the introduction to the volume, Moses draws on Frantz Fanon to draw a distinction between revenge killings and liberatory struggles. A danger is the emergence of a new national bourgeoisie out of a former colonial situation that exploits racial divisions to entrench their own privileged position in power. Instead, Moses points to the need to transcend race, and to recognize that a person’s racial or ethnic status does not necessarily determine a political position.

    The book includes two detailed case studies of subaltern genocide, one of Eurasians in Indonesia in the 1940s and the other on the 1780 Tupac Amaru uprising. In an absolutely fascinating essay, David Cahill challenges what have become standard interpretations of the late colonial rebellion. Many scholars, on the one hand, have long argued that the pan-Andean uprising acquired characteristics of a race war when in 1781 its focus shifted southward to the Cataristas in La Paz. Cahill, on the other hand, argues for a more fundamental shift in Tupac Amaru’s strategy in the midst of the failed January 1781 siege of Cuzco. Initially the movement relied on elite creole support and resources, but a division in the troops led Tupac Amaru to turn on his former creole and mestizo allies who he now accused of treason. In what Cahill terms an abrupt and radical transformation from a multiethnic alliance to a genocidal caste war, the movement lost its earlier ideological bearings and became xenophobic, nativist, vengeful, violent, iconoclastic, and arguably genocidal. Tupac Amaru’s earlier decrees to kill all peninsular Spaniards now were extended to all creoles and mestizos–including men, women, and children–resulting in total warfare against a civilian population. While Cahill recognizes that the indiscriminate violence fed on centuries of colonial oppression that bred racial hatreds, rather than excusing the violations as regrettable excesses, he places the blame for the genocide directly on a charismatic leader who intentionally implemented a change in policy of racial revenge that drove such actions.

    If Cahill is accurate in his assessment of a shift in Tupac Amaru’s policy, his arguments challenge what we think we know about the justification and legitimacy of his uprising as well as the statements and actions of his much more radical wife and second-in-command Micaela Bastidas. Even for those of us who inherently support subaltern actions can begin to recognize that the Spanish desire to halt the insurrection perhaps was motivated as much by humanitarian concerns to halt a genocide campaign as a political desire to reassert colonial hegemony. As with the Hutus and Tutsis in the 1994 Rwanda massacre, once we move beyond a class war to racial hatred, categories of who are the victims and whom we might want to support begin to blur. Such are the thought-provoking considerations that the probing contributions to Moses’s volume on genocide will raise among careful readers.

    If there is additional discussion of this review, you may access it through the network, at: https://networks.h-net.org/h-latam.

    Citation: Marc Becker. Review of Moses, A. Dirk, ed., Empire, Colony, Genocide: Conquest, Occupation, and Subaltern Resistance in World History. H-LatAm, H-Net Reviews. October, 2012.
    URL: http://www.h-net.org/reviews/showrev.php?id=32089

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