Els burgesets ens han portat una teologia revolucionària que vol anorrear Catalunya.

Tots diuen que defensen la democràcia. Los separatistas, que si Love Democracy. Los libres de nacionalismo, que si golpe a la democracia. Y es verdad. Si por democracia se entiende votar lo que sea cuando a la gente le place, los separatistas son demócratas; si la democracia consiste someterse a la ley, los libres de nacionalismo son demócratas. Lo cierto es que nos hemos hartado de publicar índices internacionales que aseveran que España es uno de los países más democráticos del mundo.

Però hem dit molts cops que això no va de democràcia. Va de algo mucho más profundo y concreto. Anna Gabriel ho va dir clar al Parlament fa uns dies en el debat de la «llei del referèndum»: «Nosotros no somos de este mundo (…) Los Països Catalans son nuestro proyecto político (…) Unos Països Catalans libres de capitalismo y patriarcado (…) Plantear la recuperación de soberanías, todas: la nacional, la alimentaria, la económica, la cultural, la residencial. Debemos ir más allá del límite, del muro (…) Este no es un debate jurídico». 

No, la secesión no es un debate sólo jurídico, ni siquiera político, sino teológico. Esto va de teología, de revolución, porque como decía Proudhon -y repetía Donoso- para llegar al fondo de las cosas hay que descubrir la cuestión teológica que late bajo toda cuestión política. Lo malo es que en la España secularizada pocos entienden ya la gramática religiosa, y si no se entiende el problema no se acierta con la solución.

¿Cuál es la teología que subyace al prusés? El nacionalismo, la ideología del siglo XIX que pervive hoy con mucha fuerza en todo el mundo. ¿Por qué? Porque funciona como una religión que ofrece respuestas a los deseos profundos del ser humano. Dios es lanació, espanya és el dimoni, els catalans som el poble escollit, Catadisney es el paraíso, la llengua és el sacrament del baptisme, i així amb tot. Una religió de cap a peus.

Pero resulta que el nacionalismo es una forma de nihilismo. Es lo que explica magistralmente el profesor Barraycoa, el primero que se atrevió a diagnosticar que la malaltia de Catalunya era el nacionalisme:

«El independentismo no es –si es que alguna vez lo fue- un tema político, aunque formalmente se disfrace de tal. El independentismo es una de las múltiples manifestaciones de una enfermedad espiritual que se llama nihilismo y que se ha extendido por todo Occidente. Pensar que el combate contra el independentismo es político, es caer en el mayor de los errores estratégicos. (…)

Hace escasos días por no decir horas, el Gobierno regional de Cataluña, inició una campaña, ambigua y sutil a favor del referéndum de independencia. (…)  El spot muestra una imagen que avanza sobre una vía de tren. En un momento determinado de desdobla la vía y hay que escoger uno de los dos caminos. Una voz en off, va relatando un sugestivo mensaje: “Naciste con el derecho a decidir, ¿renunciarás?”. (…)

La Generalitat proclama que (…) no existe autoridad alguna, sea la propia naturaleza, sea la de la comunidad bajo forma de padres o políticos, y mucho menos la Divina, que puedan determinarte a ser lo que tú no quieras ser. Como vemos, el anuncio no habla de referéndum, sino de una cosmovisión voluntarista de la vida. Y eso es lo que llamo nihilismo. (…)

El nihilismo es una huida de una estado mental y situacional que hace insoportable la realidad presente e impone la búsqueda de nuevas formas de no-ser. Por eso, (no seamos estúpidos), no podemos conformarnos con ver el independentismo como una cuestión política o de conflicto jurídico administrativo. Por, ende, una Constitución que garantiza que no hay un solo principio estable, no puede frenar el alma independentista.  (…)

La desesperante “búsqueda de formas de no-ser” es lo que ha permitido la construcción imaginaria de una nación que sólo existe en las mentes de algunos. Es por ello que el nacionalismo no es una cuestión que se pueda ya debatir en parlamentos o en las tribunas públicas. El nacionalismo es una forma de nihilismo que pretende crear una “realidad irreal” donde reposar tras su huida de la “realidad-real”. Pero si alguna vez alcanza ese no-lugar, la desesperación anímica persistirá. Entonces no le queda más remedio que achacar a algún agente externo su perpetua insatisfacción. El nacionalismo no puede amar una Patria, solo puede odiar una nación opresora, que no es otra cosa que la proyección mental de sus propias ofuscaciones. (…)

Lo que estamos presenciando estos días, y es sólo el inicio, no es el fracaso –una vez más en dos siglos- del Estado español. De lo que realmente somos testigos es de la lenta agonía de una burguesía catalana y de sus aparejos ideológicos: un catalanismo genéticamente conservador, pero revolucionario a la vez. Los antifranquistas más notorios, todos venían de familias franquistas y católicas. Por eso, si se hacía la revolución, al menos que fuera en un convento de capuchinos (la famosa “Capuchinada”). Los hijos de Papá de las familias franquistas se permitían ser antifranquistas porque siempre había un tío curo o político al que recurrir. “Somos revolucionarios, pero de buena familia”, parecen decir las fotos que recogen aquellos episodios ya lejanos. Como un anciano con Alzheimer, la burguesía catalana, sin energía, ni inteligencia, ni voluntad, se entrega a sus caprichosos nietos de la CUP, que la esquilmarán. (…)

Alcanzando el hipotético fin de su lucha multisecular, el independentismo iniciaría un proceso de autodestrucción y eliminación de los últimos restos de la Cataluña real. La independencia simplemente es el medio para el suicidio. Ya nos enseñaron el camino los románticos decimonónicos, demostrando que su fin natural era suicidarse al darse cuenta que el amor deseado era un imposible. Ahora ya sólo queda quitarse la careta y afrontar el vacío bajo los pies. (…)

Pronto se olvidaron las “injusticias” de 1714, para proclamar el derecho de autodeterminación, sobre mi cuerpo, mi “nación”, mi alma y, en fin, mi vida. Sea dicho de paso, quien proclama este principio con tal énfasis, es sólo para justificar su auto-negación. Y esto es lo que está pasando en mi amada tierra catalana: un suicidio colectivo, germinado desde hace mucho tiempo, pero que ahora vemos el fruto (podrido).

El malestar de los separatistas nada tiene que ver con aquella épica derrota de 1714. No. Es la insatisfacción propia de los individuos que se han impregnado de posmodernidad nihilista. Sin darnos cuenta, hemos inhalado el mefítico aire que nos rodea y que surgió de los laboratorios de ingeniería social del nacionalismo. Cataluña no agoniza por culpa de España, sino por no poder respirar del aire de ese frondoso bosque al que pertenecía –la Hispanidad- y del que apenas ya emana aire limpio. La modernidad nos ha despojado de lo que nos daba vida y ese bosque no era otro que lo que siempre se denominó la tradición hispana. Los separatistas buscan Ítaca, y sólo encontrarán desierto. Y los que piensan en el resto de España que esto no van con ellos, decirles que esto va con todos». 

Pues eso. El nacionalismo es una ideología vaciadora, negativa, que se define por parasitar algo bueno, de lo que adquiere su fuerza. Es un nihilismo que inhiere en la verdadera naturaleza de Cataluña -su vocación hispánica– para oponerse a ella. Su propuesta es una teología flotante cuyo idolillo es el volk, elpopla, representado por los caprichos de los profetas que claman haber alcanzado la autoconciencia nacional para conducirnos a todos adónde sólo ellos saben. Una teología idólatra, hueca y descendente, que nos sumerge en sentimientos negativos, en vida muerta. Que nos conduce a la nada.

Participació política? ¿Sumisión de todos a la ley? Jerarquia normativa? I tant, son algunos de los principios clásicos del régimen político mixto que hizo a Europa. Pero el prusés no va de política: va de teología. Y ya nos dijo Thibon que toda idolatría acaba por destruir al ídolo que venera.

Dolça i idolàtrica Catalunya…

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